“En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso».”
Con la celebración de hoy terminamos el Año litúrgico, año en el que el evangelio de San Lucas nos ha acompañado todos los domingos, hemos ido desgranando la historia y la vida de Jesús y hemos tenido la ocasión de caminar con Él. Cuando el próximo domingo comencemos el nuevo año litúrgico lo haremos ya escuchando el evangelio de San Mateo.
En el recorrido de la obra de Lucas hemos visto, a lo largo del año, a aquél que se anunciaba a los pastores como el Mesías. Lo hemos contemplado manifestado en el Bautismo, en la transfiguración, tentado en el desierto, curando enfermos, llamando a sus discípulos. Le hemos oído hablar del ayuno, del sábado o del Templo. Hemos contemplado admirados sus enseñanzas sobre la misericordia y su llamada permanente a la conversión. Le hemos visto entrando en Jerusalén y predicando en el Templo, hemos escuchado sus enseñanzas sobre el final de los tiempos. Hemos asistido con Él a la cena de Pascua, a su pasión, muerte y resurrección. Nos hemos empapado de sus enseñanzas queriendo hacerlas nuestras e intentando llevarlas a la práctica en nuestro quehacer diario.
Y hoy como último domingo del evangelio de Lucas, miramos al Salvador en el momento de la Cruz. Ahí aparece el rey, burlado, azotado, soportando el dolor, entregando su vida; qué rey tan contradictorio y misterioso, ese rey que dice que no es más importante el que se sienta a la mesa, sino el que sirve la mesa, y que dice que Él está como el que sirve.
En el trance de la cruz Jesús se sigue comportando como transparencia de la misericordia divina, ejerciendo su oficio de salvador, rescatando a quien puede para el paraíso. Siempre perdonando y siempre acogiendo. La salvación de Jesús se nos muestra por lo tanto, no como algo restringido, reducido, sino abierto y universal, aunque en un principio haya sido rechazado, esa decisión no es considerada definitiva, sino que se puede rectificar y aceptar la salvación de Jesús, en cualquier momento. Es lo que ha sido la constante de este evangelio, la misericordia del Señor llevada hasta el extremo.
Las palabras del Jesús al buen ladrón que hemos leído y escuchado tienen una calidad única, porque forman parte del testamento del crucificado. Con su gesto de perdón confirma todo lo que intentó decir y hacer a lo largo de su vida, este Jesús que siempre comunicó amor por donde pasaba, este perdón de Jesús rey crucificado, nos encamina a todos por los senderos del perdón y la misericordia, desarrollando en nuestras conductas actitudes de acogida, de esperanza salvadora, de comprensión y de amor.
Acogiendo estas palabras y gestos de Jesús en nuestro interior, nos gustaría hacerlos nuestros, porque sabemos que Jesús con su ejemplo nos está marcando el camino por donde quiere que caminemos nosotros sus amigos de hoy. Pero reconocemos la dificultad de realización del mismo, porque cuando nosotros nos encontramos en situaciones parecidas no solemos actuar como Él. Cuando se nos pide un perdón, cuantas veces encontramos razones para no darlo, cuando se nos piden gestos de paz, de acogida o de servicio desinteresado, cuantas veces hacemos acepción de personas, diciendo a este no y al otro menos, es decir restringimos los gestos que Jesús nos pide que multipliquemos. No quiere esta reflexión llevarnos a una ingenuidad de nuestros actos, pero sí a que nuestro realismo no nos haga insensibles ante la necesidad ajena. Es algo que tenemos que saber conjugar.
Le pedimos al Señor que nos dé la fuerza necesaria para ser mejores imitadores de lo que Él nos pide, que no nos echemos para atrás, sino que intentemos vivir más en consonancia con lo que fue su testamento de amor. Se lo pedimos al tiempo que recordamos a todos los que sufren, a los que están solos o enfermos.
D. Antonio Pariente, párroco de la Parroquia de San Blas de Cáceres.
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