viernes, 19 de julio de 2019

EL EVANGELIO DEL DOMINGO: 16º DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C – (21-7-2019)

LUCAS 10, 38-42.

“En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano». Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán».”

Tanto la primera lectura, como el evangelio que acabamos de escuchar nos ponen ante nuestros ojos una escena que debería ser bastante habitual en las relaciones entre nosotros, sobre todo, cuando invitamos a algún conocido a casa o cuando recibimos la visita de alguien.

Estaba Abraham junto a la encina de Mambré y de repente le aparecen a la puerta tres hombres, tres desconocidos, y él puesto en pié les recibe amistosamente y les pide que compartan con él un rato de descanso, algo de agua fresca, un trozo de pan y un poco de conversación. La actitud de Abraham en la lectura del Génesis, como la de Marta y María en el evangelio de Lucas, nos hablan hoy de saber recibir al otro, de ser acogedores, de ser hospitalarios, ¿son nuestras casas lugares de acogida?, ¿están abiertas las puertas para el que lo necesita?, o más bien, justificándonos en la experiencia, muchas veces real, desconfiamos de todos, y aquel dicho, “cada uno en su casa y Dios en la de todos”, es una realidad también cuando se trata de ser acogedor, de ser misericordioso con aquel que de verdad lo necesita?

Abraham no había ofrecido más que un poco de sombra, agua, pan y conversación. Pero una vez que aceptaron quedarse con él, se desbordó con los invitados, parecía que nada fuese bastante para aquellos hombres que él creía de paso por allí. Marta también, desbordada por el trabajo se queja porque su hermana no le echa una mano en el servicio, no la ayudaba nada. Estos gestos de generosidad tan desbordantes, no suelen ser pieza común entre nosotros, cuando vemos a alguien que desborda generosidad de esta manera, nos suele llamar la atención, y nos admiramos que haya gente así. Nos falta mucho de esa generosidad que nos enseña tan a menudo la Sagrada Escritura. Y hoy puede ser una buena ocasión para reflexionar sobre ello.

Abraham y María descubrieron lo que era más importante. El mejor de los regalos que podían ofrecer a sus invitados no era otra cosa que estar con ellos. No viene alguien a vernos y lo dejamos solo, mientras terminamos de hacer lo que teníamos entre manos, viene a estar contigo. Y ellos dos lo entendieron bien. Los cristianos deberíamos destacar también por la calidad de nuestro trato humano con las personas que nos rodean, conocidos o no. Deberíamos destacar por valorar a fondo la amistad, por ser generosos, por ser hospitalarios, por no hacer acepción de personas, por buscar lo más importante, que no es otra cosa que nuestros gestos hablen de amor. Y eso a veces se nos olvida metidos en tanto ajetreo como tenemos entre manos, olvidamos los detalles con las personas que tenemos cerca, en casa o el trabajo, o con las personas con las que nos encontramos a diario.

Dios pasó por casa de Abraham, Dios pasó por casa de Marta y María, y Dios continúa pasando hoy también, pasa por todos y cada uno de nosotros, pasa por nuestros corazones, por nuestros sentimientos, por nuestros pensamientos, por nuestras conciencias, pasa por todas las cosas que nos suceden: las buenas y las malas, pasa incluso por aquellos sitios en los que nos es muy difícil saber reconocerlo porque nos falta ese poco de fe que es imprescindible. Pasa por nuestras familias, por nuestros lugares de trabajo. No podremos verle físicamente como vemos las cosas que nos rodean, ni podremos tocarle como tocamos a las personas que queremos, eso nos gustaría, pero sigue pasando. Muchos nos dirán que hoy Dios está ausente, que no se le ve, sin embargo, no tienen razón, si no lo ven es porque no saben mirar bien. Los ojos de la fe (ojalá que sean así los nuestros) lo ven cada día en las cosas que hacemos, en las personas que queremos, en los que sufren, en los enfermos. Los ojos con que lo supieron ver tanto Abraham, como Marta y María.

Le pedimos al Señor que nos abra los ojos, para saber descubrirlo a diario y lo sepamos sentir cerca, a nuestro lado. Se lo pedimos hoy, en este domingo, al tiempo que recordamos a todos aquellos que sufren, a los enfermos, a los que están solos, a aquellos que por circunstancias dolorosas no pueden tener su tiempo de descanso, nos acordamos de ellos y pedimos por ellos.

D. Antonio Pariente, párroco de la Parroquia de San Blas de Cáceres.
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