“En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor contestó: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”. Y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”».”
Las lecturas de la Palabra de Dios de este Domingo nos invitan a volver a reflexionar en nuestro interior sobre la virtud central de toda persona religiosa, la virtud de la fe. El hombre religioso sabe de una u otra forma que el centro de su vida no es él, sino que la última palabra siempre la tiene Dios, pero no un Dios cualquiera, sino un Dios que nos quiere, que quiere lo mejor para nosotros, que desea nuestra felicidad, y nuestro bien. No un Dios caprichoso, arbitrario, lejano y desentendido de todo, escondido, misterioso, sino un Dios cercano, que quiere a todos, incluso a los que no creen El, y que desea la salvación de todos.
En esta perspectiva la fe que nos da vida, es la confianza en Dios. No una confianza que se confunde con una comodidad perezosa e inactiva, que espera que se lo den todo hecho, no, sino una confianza como el fruto del amor y de la esperanza que se fundamentan primeramente en Dios y después en nuestro esfuerzo personal. La confianza es compañera inseparable de toda persona. Confiamos en los que queremos, en los que nos quieren, familiares, amigos, aunque a veces suframos desengaños. Esta confianza que necesitamos tener en las personas, tenemos que tenerla también con Dios, ese Dios que permanece a nuestro lado y que nos empuja a hacer de nuestra vida algo con sentido y que merezca la pena.
Esta reflexión sobre la centralidad de la fe en la vida del creyente, nos viene perfectamente al comienzo del nuevo curso pastoral. Todo bautizado, todo cristiano, por el mero hecho de serlo está llamado de una u otra manera a construir el Reino de Dios en el mundo en el que vive. Cada uno tenemos nuestra misión. Cada uno en su sitio, en la oficina, en su lugar de trabajo, en la universidad, en la escuela, cada uno donde vive, en su familia, en su bloque, en el barrio; sin hacer quizá grandes cosas, pero si con la convicción y la seguridad de que lo que hacemos está bien, y esa certeza solo la puede dar la fe. Nuestra comunidad parroquial pretende ser ese grano de mostaza, pequeño por fuera pero grande por dentro. Quiere seguir viviendo su compromiso de fe en este mundo que nos ha tocado vivir y que queremos, aunque no nos gusten muchas de las cosas que vemos en él.
Pero estos comienzos, en una comunidad que se siente enviada, que lo que pretende es ser testigo de otro que le marca el camino, una comunidad que sabe que las fuerzas para conseguir lo que nos propongamos no depende de nosotros, esa comunidad lo primero que hace, y es lo que hacemos nosotros hoy, es ponernos en las manos del señor. Y ¿por qué nos ofrecemos al Señor? Porque sabemos que el que da el fruto es él, porque sabemos que con nuestras fuerzas no podemos nada, y que en el fondo somos pecadores, porque casi no podemos ni poner nuestro testimonio como modelo de nada porque también fallamos. Todo lo que consigamos, se lo deberemos a él, y no podremos presumir de nada.
Nos unimos a las Iglesia Diocesana representada en nuestro Obispo, y a la Iglesia universal con el Papa Francisco al frente, para que este curso nuestra fe y nuestro testimonio estén orientados a manifestar que la Buena Noticia de Jesús tiene que llegar a todos, incluso a los más alejados o a los que no quieren saben nada de ella.
Nuestra oración hoy va dirigida especialmente por todos nosotros los que formamos la comunidad parroquial, todas las personas que de una u otra manera viven su fe alrededor de la misma, hoy nos sentimos enviados a dar testimonio de Jesús en este nuevo curso y para que sepamos ser más fieles en su seguimiento, cayendo siempre en la cuenta de que esta fidelidad nos exige acordarnos de manera especial de todos los que sufren cerca o lejos de nosotros.
D. Antonio Pariente, párroco de la Parroquia de San Blas de Cáceres.
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