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Ofrecemos hoy a los hermanos que no hayan podido asistir, la reflexión evangélica del 2º día de Triduo a Ntra. Sra. de Loreto.
Hoy las lecturas propuestas comienzan con un profeta desconocido, Baruc. En su libro, pretende suscitar la reacción del pueblo. Éste, tras reconocer su pecado, y tras una reflexión en la que se insiste en que la verdadera sabiduría viene de Dios, concluye con un oráculo de consolación y restauración (Bar. 4,5 – 5,9). El texto que hemos proclamado corresponde a la segunda parte de este oráculo, usando expresiones e imágenes que nos recuerdan el retorno a Jerusalén, propias del segundo Isaías.
El exilio en Babilonia lo interpreta como consecuencia del pecado del pueblo de Israel, no como castigo de un dios caprichoso e irascible. A la vez que desarrolla y cumple con este sentido de penitencia, no cae en el victimismo ni en la culpabilidad morbosa. Dios promete que restaurará a su pueblo y que Jerusalén volverá a ser la ciudad en donde se reúnan todos los que aman al Señor. Por lo tanto, la última palabra la tiene la esperanza, no el castigo, el dolor o la destrucción.
En la Carta a los Filipenses, Pablo refleja esa “pobreza en libertad” que experimentó en su estancia con dicha comunidad. Pablo está persuadido de que, a pesar del laicismo imperante en Filipos, la bondad triunfará, más allá de cualquier división. Ello hará que “el que ha inaugurado entre vosotros esta obra buena, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús”. Es decir, que poco a poco nacerá la comunidad de seguidores de Jesús, la comunidad de la bondad. No hay que desalentarse porque los comienzos sean lentos, torpes. Al fondo de la realidad creyente está la persona de Jesús. Su obra no fracasará porque está hecha con hondo amor. Y donde hay amor, no hay fracaso. De esta manera, el horizonte de lo pleno, la utopía de la dicha llegará a hacerse una realidad para llegar a ella “cargados de frutos de justicia”. La bondad es el fruto de la justicia. Alimentar estos sueños sin la justicia que anida en ellos sería vaciarlos de sentido, incapacitarse para la bondad.
Respecto al Evangelio de hoy, éste comienza con una amplia datación (sincronismo), que expresa muy bien la preocupación del evangelista Lucas por situar la historia que está comenzando a narrar en la gran historia de su tiempo. Como situó el envío del ángel Gabriel a Zacarías y el nacimiento de Jesús, data ahora el comienzo de la predicación de Juan.
Utiliza la expresión “vino la palabra a”, que evoca la experiencia vivida por los grandes profetas. En esa misma línea es situado Juan que, además, aparece en el desierto, lugar privilegiado de la experiencia de Dios para Israel tras su salida de Egipto. Juan está bautizando con un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Esto es muy novedoso porque, mientras la idea de arrepentimiento y perdón es bien conocida en el Antiguo Testamento, no hay referencia ninguna al bautismo.
El pasaje se cierra con una cita de Isaías, la primera cita explícita del Antiguo Testamento en Lucas, que confirma el papel de precursor de Juan, que prepara el camino como ya fue anunciado por el ángel y proclamado por Zacarías. Así pues, la acción de Juan realiza lo anunciado por Isaías. Dios es fiel y su palabra se cumple. Las cosas acontecen según el Antiguo Testamento, es decir, según la voluntad de Dios. El ambiente es universal y lleno de esperanza, pues todo ser humano verá la salvación de Dios.
Pero detengámonos en ese “eco de la voz”, que es Juan Bautista. Si nos fijamos, es bastante natural que los niños descubran el eco gritando en las montañas, agarrados de la mano de sus padres. El asombro inicial al recoger su voz repetida les lleva a proferir posteriormente alguna que otra palabra malsonante, que, lógicamente, es repetida y ampliada. Esta experiencia es aprovechada por el padre para enseñarle que el mensaje que enviamos se nos devuelve de la misma manera: si el grito es amable, la amabilidad será la respuesta; si es desabrido, nos encontraremos la misma respuesta antipática… sólo que amplificada.
No es ésta la imagen de Juan Bautista gritando en el Desierto y en el Jordán, por una razón muy sencilla: no es su mensaje lo que grita. Es el mensaje recibido del Otro. Si fuera su mensaje volvería a él mismo sin ningún fruto, como eco repetido de sí mismo, sin valor alguno. Pero Juan habla en nombre del Otro, y su mensaje fructifica, se expande… y da frutos de conversión. Las aguas del Jordán no son un espejo que le refleja autocomplacientemente sino un cauce que conduce su voz para preparar caminos de igualdad, de enderezamiento, de perdón… de conversión y salvación. El Otro es Dios, agente principal de esas acciones que se anuncian a través del grito de Juan, quien predica la penitencia, que es cambio hacia el futuro de Dios.
Juan no es la Palabra, es el eco. Es el profeta. La Palabra es Dios. Los profetas son hombres y mujeres del pueblo, grupos de personas o comunidades que denuncian las injusticias, las mentiras, el odio, y anuncian caminos de vida, paz, amor y esperanza. Los profetas son puentes entre Dios y el pueblo, y también “fuegos que encienden otros fuegos”, antorchas de luz que inflaman e iluminan. Su misión a favor del Reino de Dios en la tierra provoca conflictos y persecuciones, y para ello preparan los caminos de la justicia y la solidaridad.
El camino de la justicia supone transformar la realidad por medio del cambio de las estructuras injustas. No basta con la queja ni con la sumisión inhibidora, sino que es preciso llegar al final del camino “cargados con frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios” (2ª lectura) que quiere ser alabado desde la vida humana plena y abundante.
Por su lado, el camino de la solidaridad implica un cambio en las relaciones para lograr la renovación comunitaria. Esta solidaridad no es sólo el papel de la buena voluntad individual e intermitente para parchear situaciones. No es el camino de una solidaridad que se mueve mucho al principio, pero pronto se olvidan y dejan las conciencias tranquilas con el gesto de un donativo más o menos generoso (que para eso “se acerca la Navidad”). La plena liberación humana, para el pobre y para todos nosotros, se basa en el desarrollo de la solidaridad de los hombres entre sí y de éstos con todo lo creado, donde todos podamos colaborar en orden a conseguir un desarrollo plenamente humano, sabiendo que la solidaridad es cosa de Dios. En realidad, Dios es solidaridad. Dios es comunión interpeladora.
Solidaridad sí, pero no cualquier solidaridad: no una solidaridad a lo liberal, sino una solidaridad al estilo de Jesús. Hoy creemos –y el origen de la crisis nos lo recuerda- que no basta con cambiar las estructuras para transformar el mundo, sino que también es necesario cambiar la manera de vivir. Es la vida lo que importa. Y en este terreno los cristianos tenemos mucho que hacer: podemos con-vivir de otro modo y hacer un hueco en este mundo a tantos excluidos.
Retomando lo visto ayer en el Primer Día de Triduo, volvamos al momento de la anunciación, a la casa de Nazaret. En el Antiguo Testamento se había abierto a menudo el cielo y desde él se habían manifestado la Palabra y el Espíritu de Dios, pero nunca el Espíritu había alumbrado con su sombra el seno de una virgen. Todo lo anterior fue una preparación, un camino de ida; ahora es el cumplimiento.
El cielo se abre de una forma nueva y manifiesta la vida trinitaria de Dios, porque el Hijo del Padre se deja llevar por el Espíritu Santo a un vientre humano: todo procede del Padre, que permanece invisible. Él no se hace hombre, sino que envía a su Hijo eterno, pero el Hijo deja que se disponga de Él, y por eso el Espíritu Santo es activo, cumple la voluntad del Padre y lleva al Hijo hasta el lugar en que esa voluntad puede cumplirse “en el cielo como en la tierra”. En la encarnación se abre la vitalidad interior de Dios, que, en las tres referencias del ángel se hace clara como el agua:
“El Señor (Padre) está contigo”,
“Tú darás a luz al Hijo del Altísimo” y
“El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra”.
Todo proviene de la decisión y el consejo de salvación del Padre, también en Dios mismo, pues el Hijo y el Espíritu proceden de la bondad del Padre; no como siervos subordinados, sino siendo co-esenciales, partícipes de un modo igualmente originario en el plan de gracia paterno para el mundo, estando de acuerdo con su pensamiento, que en última instancia no puede ser otra cosa que la bondad siempre mayor.
Esta bondad, esta voluntad de Dios consiste en que la Palabra, para que sea efectiva, debe hacerse hombre. Esto significa hacerse niño de una madre, quien ha de pronunciar un “sí” plenamente humano. De ningún modo y bajo ningún punto de vista el hombre es superado o violentado por Dios, ya que él no puede sufrir ninguna acción ni ningún encantamiento con cuyas posibles consecuencias no esté de acuerdo de antemano, aún desconociéndolas. Ni ahora ni más adelante puede un hombre reprochar a Dios que él fue “engañado” o “superado con astucias”.
Más bien, la Madre asumirá de antemano la actitud de su Hijo, no por un tiempo, sino para siempre, y lo representará, se pondrá en su lugar: para ser respuesta pura a la disposición, al beneplácito del Padre. La Palabra eterna que el Padre pronuncia en el mundo de los hombres es siempre una respuesta a Él, el Padre, y ahora esta respuesta debe resonar a partir del mundo: a partir de dos, Madre e Hijo, pues no existe un hombre aislado. Sólo existe el ser uno con el otro, el prójimo, la comunidad; también y precisamente en la perfecta soledad de la Madre junto a Dios, en la que ella, oculta a los ojos del mundo, ha de permanecer abierta a Dios, de un modo único e inimitable. En esa soledad de la Madre es fundada la comunidad entre Dios y el hombre, en la forma de la comunidad de Madre y Niño, hombre y hombre.
La Encarnación de la Palabra es Obra de Dios. No porque el hombre esté dispuesto a decir su “sí”, sucede la redención del mundo. La obediencia, en tanto significa renuncia a la propia disposición, es pasividad, pero en cuanto significa disponibilidad a recibir y concebir todo, es suprema actividad. Por eso la obediencia puede ser tan divina como el mandato del Padre, por eso la mujer que concibe puede ser tan digna como el varón, y por eso también el “sí” de María puede ser una participación en la cualidad de “sí” del Hijo. Esta cualidad sólo puede ser regalada de antemano por Dios, no como algo extraño, sino como capacidad para la más profunda auto-realización. Dios es libertad eterna. Sólo Él puede, regalándose, liberar a la criatura a su libertad.
María co-actúa en cuanto deja que se haga en ella. Por eso, es cierto que su respuesta es requerida, y que Dios dispone de antemano sobre ella (“Tú vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo”). También en esto ella está configurada a su Hijo, que siendo el “Hijo único” de Dios, se hace “siervo de Dios”.
En esta configuración, María es imagen y célula originaria de la Iglesia. Y esa configuración no es meramente espiritual, sino, en el misterio de la unidad corporal entre Madre e Hijo, también carnal. Ambos son “una carne”, así como la Iglesia, una vez conformada perfectamente, será “el cuerpo de Cristo”. Y la Iglesia lo es en toda su verdad cuando siente con María; ella es, entonces, un movimiento permanente hacia su propio centro realizado. Por eso, la Iglesia pecadora debe rezar: “Ruega por nosotros pecadores, ahora…”. Si buscara su identidad en la pecaminosidad y la distancia (en la “autocrítica”), se extraviaría de su verdadera esencia. La Iglesia no puede fijarse ni reparar en sí misma, ella ha de mirar a su propio origen mariano, en el cual, finalmente, sólo puede creer, ya que este origen, por medio de la gracia, es un “sí” sin pecado. Y así, la Iglesia, como María, no cree en sí misma, sino en la acción de Dios: “El Todopoderoso ha hecho en mí maravillas”, sí, la Virgen ha concebido del Espíritu Santo.
La Iglesia pecadora (somos nosotros) recibe el cuerpo del Señor eucarísticamente. Pero ninguno de nosotros lo recibe totalmente, conforme a su intención y su deseo de auto-donación. Por eso, detrás de cada una de nuestras comuniones está la “Iglesia Inmaculada” completando nuestro sí imperfecto. Solo la Iglesia en nosotros comulga de un modo perfecto, y esto es un motivo más para serle gratos y dejarnos amoldar a su Espíritu.
Una última reflexión, una parábola, con motivo de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, que también recordamos hoy:
“Un abuelo estaba teniendo una charla con sus nietos acerca de la vida, y les dijo:
* Una gran pelea está ocurriendo dentro de mí… Es entre dos lobos. Uno de los lobos es la maldad, el temor, la ira, la envidia, el dolor, el rencor, la avaricia, la culpa, el resentimiento, la inferioridad, la mentira, el orgullo, la egolatría, la competencia y la superioridad. El otro lobo es la bondad, la alegría, la paz, el amor, la esperanza, la serenidad, la humildad, la dulzura, la generosidad, la benevolencia, la amistad, la verdad, la compasión y la fe. Esta misma pelea está ocurriendo dentro de vosotros y dentro de todos los seres de la Tierra.
Los niños pensaron unos instantes, y uno de ellos preguntó a su abuelo:
* ¿Y cuál de los lobos crees que ganará?
El abuelo respondió simplemente:
* Aquél que tú alimentes…”
¿Somos buenos o somos malos? Cada uno tenemos un 50% de pecadores, y un 50% de justos. La historia de “los dos lobos” es nuestro punto de vista cristiano. Dios ha hecho todas las cosas –y las personas- buenas. Sin embargo, dentro del mismo ser humano libre, existe la otra tendencia al mal. Somos, pues, escenario de una lucha interna: la tendencia al autocentramiento (egoísmo, yo, pasividad, comodidad, etc), y la tendencia a la apertura (amor, generosidad, altruismo, participación…). “¿Quién nos librará de este cuerpo que nos lleva a la muerte?”
Precisamente sobre esta tragedia del ser humano es sobre la que se proyecta la imagen de María, la llena de gracia, como la saluda el ángel, el mensajero de Dios. Porque Dios la conoce a fondo y sabe que el corazón de María está tan lleno de Él, de su gracia, que no cabe lugar para que el otro “lobo”, siempre presente, invada su corazón y anule la inmensa bondad e inocencia de su alma. María es así, persona completa, imagen de lo que, en el fondo, queremos llegar a ser, invadidos de Dios.
María es la primera en decir “sí” a la tarea de construir el sueño de Dios para este mundo. Su plenitud de gracia era el motor de este primer “sí”. Ahora nos toca a nosotros decir los sucesivos “sí” de cada día hasta llevar la historia a su total plenitud, la realización definitiva de la promesa. Que así sea.
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