domingo, 9 de diciembre de 2012

REFLEXIÓN EVANGÉLICA DEL PRIMER DÍA DEL TRÍDUO

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Ofrecemos hoy a los hermanos que no hayan podido asistir, la reflexión evangélica del 1º día de Triduo a Ntra. Sra. de Loreto.

En las lecturas proclamadas hemos podido escuchar el cambio del Antiguo Testamento al Nuevo, cómo hemos pasado de una mujer, Eva, cuyo nombre significa “la madre de todos los que viven”, a otra, a María, donde este “Eva” se transforma en “Ave”, el saludo que el ángel le dice a María y por el que la convierte en la Madre de Dios, y Madre nuestra. De Eva y Adán habíamos heredado el pecado, pero esto que parecía una calamidad, provocó que surgiera otra mujer para la que el Reino del Mal no tiene ningún poder. María nos da el fruto de su vientre, Jesús, que es Dios mismo, y que se ha encariñado de nosotros.

María acepta la voluntad de Dios sin pedir pruebas, es decir que la pregunta de María “¿cómo puedo ser yo madre?” es más una duda de carácter técnico, diferente a la de Zacarías, que se asumía que su vejez le convertía en una persona incapaz de engendrar. María confía en Dios, a través de la boca del ángel, le hace caso a Dios por la prueba de su prima, el Espíritu Santo la inunda, y comienza el Nuevo Testamento.
No obstante, hoy, vamos a poner el acento en un tema posterior al saludo del ángel, a la Visitación de María a su prima Isabel, otra situación que considera y realza la grandeza de la Virgen.
María se pone en marcha “rápidamente” para visitar a su prima. Esa partida es un fruto de su obediencia a la palabra del ángel, que le había dicho: “Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido a un hijo en su vejez y éste es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril”. María va para serle útil, para echar una mano; que esto sea la ocasión para que ambas reconozcan su gracia y se intercambien su alegría, acontecerá como de paso. Ante todo, María piensa en el niño que vive en Isabel, y yendo a visitarla lleva consigo a su propio Hijo.

Ella estaba sola al decir su sí, como cada uno en su misión de vida decisiva debe estar solo frente a Dios y solo pronunciar su sí, para sólo entonces ser introducido y conformarse nuevamente en comunidad. Y, por cierto, en comunidad con aquellos que también han debido decir sí a Dios y también han recibido de Él una tarea: en comunidad eclesial. Puede ser que yo ya conociera, en una amistad o trato mundanos, al hombre a quien he de obedecer; pero ahora se expande el estrecho espacio privado hasta transformarse en uno mucho más amplio, que significa al mismo tiempo un contacto más íntimo de las esferas personales (en las tareas) y una expropiación (“desapropiación”) más profunda en lo objetivo, anónimo, católico. Juntos miramos al regalo que pertenece a todos, en el Espíritu Santo de la misión, que aquí gobierna toda la escena.

Puede que una ligera inquietud haya conmovido a María al presentir que algo se esperaba de ella en este nuevo encuentro. No se presenta sola, sino que algo vive en ella, a lo que ha dado su pleno consentimiento, sin por eso conocer todo su alcance. Ella es receptáculo, vaso, custodia de la Palabra encarnada y de la voluntad de Dios. Y no sabe cómo actuará y se desarrollará ese centro en ella y en torno del cual ella ahora vive. María se sabe expropiada (“desapropiada”) en medio de la historia objetiva de salvación de Dios y, al mismo tiempo, puesta en un pedestal, porque el centro de esa historia de salvación vive, crece y saldrá desde su propio centro. Pero esto no despierta pánico alguno en ella, pues en su sí se ha donado al misterio dual: desaparecer como sierva y aparecer como portadora de la Palabra de Dios. En su Magnificat, une ambas cosas: todas las generaciones la llamarán bienaventurada y nunca cesarán de contemplarla, pero ella misma mira únicamente a Aquel “que acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como había anunciado a nuestros padres, a favor de Abraham y de su linaje por los siglos”.

Así, María porta aquello por lo que ella se deja portar. Y esa actitud es simplemente su fe. Toda fe eclesial ha de ordenarse según la fe de María, que porta consigo un contenido más grande de lo que puede comprender y por tanto, se deja llevar dócilmente por él.

Y, precisamente esta actitud de la Madre no es otra cosa que, nuevamente, su dócil con-moverse en la actitud de su Niño. Todo niño debe comenzar dejándose llevar. Y justamente este Niño, aún en su madurez, nunca se emancipará de su ser-niño, pues en su actuar adulto se dejará siempre llevar y mover por la voluntad del Padre, así como el Espíritu se la representa.

Ahora tiene lugar su primer ejercicio corporal, es llevado corporalmente, semejante al ejercicio en un noviciado en que se es mandado de aquí para allá como infantes. Es un primer ejercicio del que todo cristiano deberá ser capaz: dejarse, voluntariamente, “llevar adonde tú no quieras” (como Jesús le dirá a Pedro). El niño en el vientre no sabe hacia dónde es llevado. Jesús en el Espíritu Santo tampoco quiere saber adónde el Espíritu lo “empuja” (Mc. 1, 12), por ejemplo al desierto y a la tentación. En la EUCARISTÍA se cumplirá ese dejar-se llevar y mover en que el Hijo se entrega al Espíritu Santo y no santo de la Iglesia, para ser disponible a los hombres que no están dispuestos a recibirlo así como Él es, que no están dispuestos a dejarse determinar por su gracia, por su actitud de obediencia. Ahora como niño y luego como hombre y finalmente como hostia sagrada, el Hijo se dejará llevar como si fuera una cosa sobre la que se puede disponer. Él, que porta el pecado del mundo y por eso al mundo mismo. 

Uno, el Padre en el cielo, lo ve todo, ve hacia dónde conduce la santa decisión de salvación trinitaria. El Hijo está en camino en María, comienza a ser movido y llevado por el mundo, y nadie, tampoco el Padre, puede hacer que vuelva. ÉL LO HA CONFIADO A LA RESPONSABILIDAD DE LA MADRE y deberá entregarlo en las manos de los hombres, que harán cosas con Él que no están en a santa voluntad de salvación de Dios…, que no obstante todo lo abraza, también esa ofensa y contradicción. El destino del mundo y de Dios mismo está rodando, y no hay quien pueda pararlo.

Pero existe ya una primera acogida, un primer puerto. María llega a la casa de Zacarías y saluda a Isabel, que de inmediato es colmada por el Espíritu Santo y exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!... ¡Feliz la que ha creído…!”. Isabel reconoce en el Espíritu lo que le sucede y en el Espíritu se admira de lo que se le presenta: “¡Cómo es que me sucede a mí que me visite la Madre de mi Señor!”. Todo cristiano que cree con fe viva se admira de por vida –en la comprensión y en la no comprensión de la fe- de que a él le sucedan tales cosas. Ese maravillarse debería despertarse en cada oración de un modo nuevo, ahuyentando la rutina tibia que acecha a la existencia cristiana.

El Espíritu le muestra a Isabel de un modo palpable por qué ha de maravillarse, cómo es que en esta persona que ella conoce muy bien se le presenta lo extraordinario, la “madre de mi Señor”. Ella misma lo cuenta: “Mira, tan pronto escuché tu saludo, saltó de alegría el niño en mi vientre”. Es hermoso ver que Isabel por su propio fruto se da cuenta de cuán bendito es el fruto de María y de que María, y no ella, es la santa “que ha creído lo que le fue dicho por el Señor”. La gracia, que durante seis meses podía hacerse casi una rutina, se mueve corporalmente en ella y le recuerda que ahora nuevamente ha de maravillarse, y ahora realmente de un modo apropiado y justo. Esa gracia es su niño. No será ella, sino el niño el que primero será tocado por la nueva gracia, el que será puesto en la misión de precursor, y sólo a partir de la misión y la alegría del niño se despertará la felicidad y consentimiento de la madre. Qué cosa mejor puede ocurrirle que su niño, la nueva generación, reciba la salvación. Este sentimiento, que es una especie de compendio del Antiguo Testamento: ¡ser bendito en los hijos!, es provocado por el Nuevo Testamento: el Niño Jesús, en el seno de su Madre, ha elegido a su precursor y, con ello, el cumplimiento del Antiguo Testamento.

La presencia activa del Espíritu Santo se reconoce en el arte con que se ensamblan las cuatro misiones:
-Que Isabel rece “con gran voz” las palabras del “Ave María” es –como siempre en la Biblia- el signo de que Dios habla por su boca. Toda la escena es una inspiración única y polifónica; 

-Verticalmente cae el Espíritu de Dios en las relaciones horizontales interhumanas, las motiva, les da su plenitud, su profundidad y su resonancia. 

-Y como en suprema condensación, también aparece la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, anudados inseparablemente, cuando la plenitud de sentido del Antiguo (Juan) es donada por el Nuevo (Jesús): “El que viene detrás de mí me precede, porque existía antes que yo” (Juan 1, 15) dirá el Bautista. 

-El Espíritu también incluye al evangelista en el arte de esa escena. No se escribe simplemente algo así, esas palabras son como el destilado último de una larga meditación orante, en la que lentamente, rosa a rosa, se fue hilvanando una corona de rosas, un rosario, que al final se cierra y cumple perfectamente en sí mismo.

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