martes, 11 de diciembre de 2012

REFLEXIÓN EVANGÉLICA PARA EL TERCER DÍA DEL TRÍDUO

.
Ofrecemos hoy a los hermanos que no hayan podido asistir, la reflexión evangélica del 2º día de Triduo a Ntra. Sra. de Loreto.



En Estos días anteriores hemos reflexionado acerca de la Anunciación del Ángel a María, la Visitación de María a su prima Isabel, el significado de la Festividad de la Inmaculada Concepción de María, y el Adviento. Hoy, seguimos profundizando en el conocimiento de Nuestra Señora, de sus sentimientos, de sus actuaciones, y de su personalidad, y para ello, vamos a fijarnos en un elemento muy cofrade y muy recurrente en la religiosidad popular, que son los 7 dolores, o las 7 angustias de la Virgen. Recordemos que estos dolores son los siguientes:

-Primer Dolor: La profecía de Simeón en la presentación del Niño Jesús.

-Segundo Dolor: La huida a Egipto con Jesús y José. 

-Tercer Dolor: La pérdida de Jesús. El niño perdido y hallado en el templo. 

-Cuarto Dolor: El encuentro de Jesús con la cruz a cuestas camino del calvario.

-Quinto Dolor: La crucifixión y la agonía de Jesús.

-Sexto Dolor: La lanzada y el recibir en brazos a Jesús ya muerto.

-Séptimo Dolor: El entierro de Jesús y la soledad de María.

En concreto, hoy vamos a reflexionar acerca del primero y del tercero, y el papel de María en los diferentes momentos, así como durante el Nacimiento de Jesús, el origen de estos dolores.

En primer lugar, el Nacimiento del Hijo de Dios en el Portal de Belén, supuso un gran reto para María, ya que se preguntaba si ella podría estar a la altura del Niño. Toda madre agradece cuando abraza por primera vez a su niño, pues es consciente de no haberlo ocasionado con sus propias fuerzas corporales y espirituales: el niño es un regalo. Asimismo le agradece a su esposo, pero éste también se asombra, pues él ha aportado menos que la mujer. En el Niño que María ha dado a luz se nos abre la Vida de un modo totalmente nuevo. María sabe que no le debe su pequeño a ningún esposo, sino únicamente a Dios. Y en todo esto, María sabe que ella no obra como mero instrumento, sino que su “sí” humano fue tomado muy en serio. Ella no es solo el canal por donde fluye ese don de Dios, es fuente junto con Dios.

Por eso, María reconoce su propia responsabilidad de un modo nuevo: deberá ser para su Niño Madre corporal y espiritual, amamantarlo con su leche materna, educarlo y guiarlo en el mundo de los hombres, pero ante todo en el mundo de Dios. En el nacimiento, Él se separa de ella, para comenzar su regreso al Padre a través del camino del mundo. Y la Madre no retendrá a su Hijo junto a sí, sino que renunciará e introducirá a su Niño en su renuncia materna. Vendrá el tiempo para esto, en verdad muy pronto y luego siempre de nuevo, pues el Hijo ha aprendido tan bien esa enseñanza de la Madre, que Él por su parte introducirá y ejercitará a María en su renuncia filial, más allá de toda medida humana: “¿No sabíais que debía ocuparme de las cosas…?” “¿Quiénes son mis hermanos, quién es mi madre…?” “Mujer, he aquí a tu hijo”. Con esto le muestra cuán lejos Dios puede conducir un “sí” sin reservas más allá de Él mismo. Todas estas son pequeñas “espadas” que se iban clavando en el corazón de María, pues no comprendía la actitud de su Hijo. Como todos huimos frente a la muerte, así las madres suelen apegarse a sus niños, ejerciendo una relación de especial protección para que no estén expuestos a ningún riesgo que les aboque a separarse de ellas. María tuvo que aprender muy pronto que la protección de Dios, era distinta a la suya. Que el camino de Dios, en ocasiones era muy distinto a lo que una madre ofrece a su hijo. Sin embargo, también queda patente en la infancia de Jesús que el Niño puede entregarse a la Madre del mismo modo como se ha entregado desde siempre al Padre.

En el trasfondo de la escena del nacimiento también se encuentra José, como hemos visto, que renunciando a su propia paternidad asume el papel del padre adoptivo que le fue encomendado. José da un ejemplo especialmente impresionante de obediencia cristiana, que puede resultar muy dura, precisamente en el ámbito corporal; pues se puede ser pobre si se regala todo de una vez para siempre, pero casto, sólo si se renuncia día a día de un modo nuevo a lo que es inalienable. Sin que sea posible comprobarla ni fijarla, la fuerza de esa renuncia confluye en la obra de Jesús, en la castidad por Él vivida y exigida. Y José, al igual que María, no fue consultado acerca de si él quería renunciar o no. No recibió una sola aclaración sobre cómo era que su mujer estaba embarazada. Sólo cuando quiso abandonarla, Dios se dignó informarlo.

En derredor del pesebre están los pastores, a quienes el ángel les ha resumido toda la promesa de Israel y anunciado su cumplimiento en el presente. Lo que ellos encuentran es una confirmación de que Dios habla verdaderamente: “Ellos encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre”. Los pastores encuentran a tres personas; esto debe bastarles, y les basta. Ahora que el Hijo divino es un hijo del hombre, no se pueden perseguir revelaciones que prescindan del prójimo, de los demás hombres. La palabra de Dios les ha indicado a los pastores ese signo, y ellos deben tener la suficiente humildad y clarividencia para percibir lo que Dios les ha señalado en este “signo” del Niño envuelto en pañales. Estas telas que forman los pañales en los que Jesús es arropado cuando nace, le acompañaran en la Cruz, cuando le despojan de sus vestiduras, así, Cristo vuelve al Padre en el mismo sentido estético en el que vino.

En segundo lugar, nos detenemos en la imagen de la presentación de Jesús en el templo por parte de la Madre Virgen, que recapitula en sí tres aspectos distintos que corresponden a la ley judía habitual, a la que cualquier primer niño varón y cualquier madre han de someterse, pero en los tres casos esas ceremonias usuales adquieren ahora un sentido único. Ellos son: la circuncisión del niño, la purificación legal de la madre, y el rescate o entrega del primogénito.

En la circuncisión, el niño es incorporado al pueblo de Dios y recibe de este modo su nombre. Y porque el ángel había predeterminado ya el nombre, por eso la circuncisión era inevitable. Ésta era desde tiempos antiguos la forma drástica de representar corporalmente y –para el individuo- de llevar a cumplimiento definitivo la alianza: “Mi alianza en vuestra carne se haga alianza eterna”. Pablo colocará el bautismo en el lugar de ese signo drástico.

Luego, pasado un mes del nacimiento, llega el tiempo de la purificación de la Madre: “Cuando se cumplieron los días de su purificación”. Lucas suaviza la expresión poniendo el posesivo “de ellos” en plural, pero solo puede referirse a María. La madre era considerada impura según la ley, no podía tocar nada santo ni podía mostrarse en el templo. La purificación era operada por un sacrificio de holocausto y expiatorio; la mujer podía presentarse en el templo también sin el niño; pero aquí, porque se recapitulan los tres eventos, está presente toda la Sagrada Familia. Y esta vez, la tensión entre ley general y caso particular es aún más estridente. Si el Niño, sometiéndose a la ceremonia de la circuncisión, fue marcado como un miembro del pueblo que espera la salvación de Dios, del pueblo que espera al Mesías, del mismo modo, por ese mismo acto, la Madre fue considerada como una mujer casada normalmente, que reconoce haber concebido ese hijo de su legítimo esposo y haberlo dado a luz de la manera habitual…

El evangelista Lucas recapitula los tres momentos, sin perjuicio de la distancia temporal entre circuncisión y purificación. Y el sentido de las tres acciones simbólicas es la restitución en sacrificio a Dios de lo que le pertenece. Y esto en obediencia a la “ley de Moisés” o “del Señor”, como san Lucas repite cinco veces. Tampoco el pobre es dispensado de ello; en lugar de un animal de precio elevado, José lleva la ofrenda de los pobres: dos palomas. Bajo el signo de la obediencia, el Hijo se ha hecho hombre, lo que ninguna necesidad mundana podía exigirle. Bajo el signo de la obediencia, Él se incorpora al pueblo de Dios, lo que visto desde afuera sólo crea malentendidos. Y en esa obediencia propia incluye también a su Madre y a su padre custodio. La primera sangre corre, inocente, es arras para la sangre de la Pasión, por la que se cumplirá el verdadero y único “rescate” y “purificación”. Y esta sangre de la circuncisión de Cristo es un símbolo de la que más tarde derramará cuando sea traspasado en la Cruz por la lanza.

A este canto de glorificación también pertenece la profecía del signo de contradicción que el Hijo establecerá y de la espada que debe traspasar el corazón de la Madre.

En tercer lugar, nos detenemos en el capítulo del Niño Jesús perdido y hallado en el templo. De esta presentación que ocurrió doce años atrás en el templo, casi se podría pensar que los padres hubieran debido buscar al Niño en primer lugar en el templo mismo. ¿No lo había vuelto a regalar a Dios? ¿No había dicho el profeta que no era un niño cualquiera, sino el sacrificio definitivo? Pero lo nuevo que Jesús trae es tan único e irrepetible que sólo Él, sólo la experiencia que hacemos con Él, nos puede introducir en esa novedad. Y el primer paso de esa introducción siempre será un “no comprender” lo que Él nos está diciendo. Él es realmente “el camino” que todo cristiano, también María, debe primero andar, para entonces comprender que Él es “la verdad y la vida”.

Los padres lo encontraron en el templo, en un lugar que pertenece a Dios, en el que ningún hombre puede vivir; allí no hay ni mesa ni lecho. El lugar en el que Dios habita es un lugar inhabitable para el hombre. El Hijo de Dios vivirá siempre allí, porque reposa en la voluntad del Padre que el Espíritu le presenta, porque el Hijo en esta forma humana continúa la obediencia que siempre ha cumplido desde toda la eternidad: ser “en Dios”, “permanecer en el seno del Padre”. Y como consecuencia, a diferencia de los pájaros y los zorros que tienen sus nidos y madrigueras, Él no tendrá en la tierra un lugar donde apoyar su cabeza. Mientras tanto y hasta que el templo subsista, habita en él, porque el santuario es la casa simbólica de Dios en el mundo. Pero del templo no quedará piedra sobre piedra. Entonces el Hijo, que hace la voluntad del Padre en la tierra y en el cielo, será el único templo de Dios en el mundo. Jesús mismo habla de ello en palabras veladas, cuando dice que en tres días volverá a levantar este templo, si los hombres lo destruyen. En el Niño de doce años, una vez más, el Nuevo Testamento permanece escondido en medio del Antiguo. Él será el lugar de Dios en el mundo, y porque se donará eucarísticamente a todo el mundo y su cuerpo donado construirá su Iglesia, ese lugar será accesible en todas partes. Pero accesible en la tribulación, en la memoria de su muerte y resurrección, de su perderse y ser encontrado. Allí mismo se lo deberá buscar: en el misterio de los tres días; como también sus padres lo encontraron luego de buscarlo en vano durante tres días. Buscarlo allí donde Él no está: en los pecadores, en los alejados de Dios, en la solidaridad con los enemigos, con los perdidos, donde Él se da a conocer el tercer día.

“Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. Él no puede ahorrarles ese dolor. El cristiano sólo puede encontrar en la búsqueda, en un buscar serio y real, como si absolutamente todo dependiese del encontrar eso perdido. No existe otra iniciación cristiana de vida que esta enseñanza concreta e intuitiva: podemos encontrar a Jesús sólo donde Él se ha donado sin reservas a Dios. Todos los cristianos deben buscarlo entre “los parientes y los conocidos”, por todo el mundo, para finalmente aceptar y dejarse decir: “¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Probablemente nosotros tampoco entenderemos en un primer momento, igual que María y José, y seremos puestos de nuevo en el camino de búsqueda. También después de Pascua se puede proseguir ese camino. María Magdalena lo busca en la tumba, pero cuando Él se deja encontrar, lo agarra como si fuera una posesión, y Él se retira. Y no se comporta de otro modo con los discípulos de Emaús, pues se retira tan pronto fue encontrado. De manera definitiva sólo le encontramos en el lugar del Padre, en el cielo, cuando encontrar no significa ya encerrar a Dios en nuestro espacio, sino ser encontrado por Dios, entrar en su espacio, “ser conocido por Dios”. “Dios es infinito, para que le busquemos, habiéndole encontrado” (San Agustín).

En el Sermón de la Montaña, Jesús exigirá expresamente la disponibilidad a dejarse expoliar: una vez más se unen y entrelazan pobreza y obediencia. Porque María aún “no ha entendido”, deberá existir una pérdida más dura: en lugar de tres días, serán tres años. El que se ha ido no escribirá a su casa y no enviará noticias a los suyos. Sí, lo que es aún más penoso, no recibirá siquiera una vez a los parientes que le visitan. Ahora está de tal modo en casa, en la voluntad de su Padre, que quien quiere encontrarlo debe desnudarse de sí, seguirle y hacer la voluntad de su Padre celestial. La Madre, que aquí en el templo es la que encuentra, servirá luego como objeto de demostración: ella será la más duramente rechazada, la más abandonada. Y nos es dicho cuánto “comprenderá” en sus años de soledad. Un no comprender que sin embargo cree, sin embargo dice sí, es constitutivo de la fe cristiana. El Hijo mismo no entenderá en la cruz por qué el Padre lo ha abandonado. “Si comprendes, no es Dios” (San Agustín).

María conserva todo esto en su corazón, deja que todo madure en su vientre para volver a donarlo a la Iglesia y a su ministerio, como experiencia y sabiduría cristianas originarias. En su prolongada contemplación se aclara lo incomprendido, si bien ella permaneció toda su vida como una mujer que tiende y se esfuerza. Precisamente por esa razón ella no yerra, es infalible. La Iglesia, que consiste en pecadores, habrá de unificar ambas cosas de una forma aún más paradójica: ser en camino y nunca haber llegado y sin embargo conocer el camino y poder también indicarlo. Para María, la profecía de Simeón es una señal infalible: mientras se encamina hacia esa espada que habrá de traspasarla, se sabe en el recto camino, en el camino del Hijo. Ese modo de estar inspirada no impide que ella deba buscar, día a día de nuevo, su camino en la obediencia. En este buscar, que no puede perderse, María es para nosotros el ejemplo, en el corazón de la Iglesia, de cómo nosotros podemos y debemos permanecer, en y por la Iglesia, en el camino, que es Cristo. Que así sea.

.

No hay comentarios: