“En aquel tiempo, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. María dijo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”. María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa”.
En un pueblo mariano por excelencia como es el nuestro, donde es casi imposible que puedas encontrar algún rincón, algún pueblo, donde no haya una advocación mariana, es fácil aceptar lo que es una verdad evidente, que desde los comienzos de la era apostólica, desde sus inicios, la Iglesia ha tenido una gran consideración por María, la madre de Jesús. Desde que en el libro de los Hechos de los Apóstoles aparece orando con los discípulos, después de la ascensión del Señor, hasta ahora, el reconocimiento y la consideración por María ha sido algo siempre presente entre los creyentes católicos. Esta realidad ha logrado que partiendo del sentir del pueblo sencillo se definan creencias y dogmas, que quizá por otros caminos no hubieran sido posibles. La Biblia nunca habla de la asunción de María, como no habla de otros dogmas marianos pero en 1950 el Papa Pio XII establece como verdad de fe la Asunción de María. Esta verdad creída, aceptada por la Iglesia y creída por los fieles desde siempre es lo que celebramos hoy el 15 agosto.
La asunción de María significa para nosotros aliento y consuelo para nuestra esperanza, el que creamos que María de Nazaret esté ya en el cielo, es solo una figura y una anticipación de que la Iglesia y con ella cada uno de los creyentes, nosotros, seremos también glorificados al lado de nuestro Padre Dios.
Lo interesante de la Palabra de Dios de hoy es fijarse en la lectura evangélica que la Iglesia nos propone para comprender la grandeza y la dignidad de María. Menos mal, que al menos en las Sagrada Escrituras, podemos encontrar personas como María, que pese a tener una misión tan especial encomendada por Dios, lo supo aceptar con humildad y con espíritu de servicio.
Isabel saluda a María de una forma magistral “Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” era un buen recibimiento a su prima que iba a ayudarla en la necesidad. Y la respuesta de María no se queda atrás, el canto del Magnificat, un canto tan impresionante y tan lleno de contenido que desborda todo lo que nosotros podamos decir de él. Digamos lo que digamos no lo podremos hacer mejor que ella lo hizo. Dice el refrán de la “abundancia del corazón habla la boca”, ella que se siente querida por Dios, proclama su grandeza y vive esa relación desde la humildad y la aceptación de sus planes sobre ella. Dios no solamente mira el pequeño, al pobre o al humilde, si no que cuenta con ellos, y los capacita para realizar su misión precisamente por ser así. A pesar de nuestros pecados, su misericordia llega a nosotros, desbordada, sin medida. Nada importa que seamos poca cosa, poco fiables, Dios sigue acordándose de su misericordia, porque nuestros pecados son muchos y repetidos.
La oración que brota de labios de María enfrenta, por otra parte, a dos grupos bien distintos: los poderosos, los ricos y los soberbios de corazón, y por otro los que se humillan, los humildes y los pobres. Es evidente que el evangelio y que Dios optan claramente por los humildes y resulta molesto para los soberbios y los poderosos. Porque María forma parte de los humildes y de los pequeños, la celebramos hoy exaltada y glorificada por la mano poderosa de Dios. A ese mismo destino estamos llamados nosotros. El camino para acompañar a María no es otro que el que recorrió ella: “Aquí está la esclava del Señor”.
Esta celebración mariana nos impulsa a los cristianos de hoy a realizar dos grandes y difíciles misiones: por una parte saber reconocer a al Señor, saber descubrirlo en nuestra vida, en los que nos pasa todos los días, en las cosas buenas y en las malas, y por otra saber darle gracias y bendecirlo cuando siento que obra a través mío.
Que la celebración de esta fiesta nos ayude a mirar como Dios nos mira y nos alegre el corazón, porque la misericordia de Dios, confirmada en la fiesta de la Asunción de María, ha llegado a nosotros, y la notamos cada día cuando vivimos nuestra relación con el Padre siempre dispuesto a acoger y a perdonar.
Se lo pedimos al Señor, al tiempo que recordamos a los enfermos y a los que sufren, para siempre encuentren en nosotros una ayuda en su dolor.
D. Antonio Pariente, párroco de la Parroquia de San Blas de Cáceres.
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