Ofrecemos hoy a los hermanos que no hayan podido asistir, la reflexión evangélica del 1º día de Triduo a Ntra. Sra. de Loreto.
En primer lugar, el predicador de este año, el P. Francisco Tejerizo, nos propone un par de reflexiones sobre el hecho de ser cofrade y la advocación de la titular de nuestra Hermandad. Nos insiste en que ser cofrade es un carisma, un modo de estar en la Iglesia. No es ni mejor ni peor, ni más fácil ni más difícil que otros carismas, sino diferente. Cada persona, cada cristiano tiene una forma de estar dentro de la comunión que nos propone la Iglesia, y el ser cofrade es una de ellas. Al fin y al cabo todos somos discípulos de Cristo, todos caminamos con Él, poniendo nuestras huellas junto a las suyas, en el camino de la Cruz, que tan bien conocemos en esta Hermandad, por ser una de sus titulares.
Por otro lado, nos hemos reunido para ofrecer culto y veneración a Ntra. Sra. de Loreto. Esta advocación de “Loreto” no sólo hace referencia a una oración, a unas letanías, sino que nos recuerda un título afectivo de la Virgen. “Loreto” que es la Casa de la Virgen, donde vivieron María y Jesús, pero también es la Virgen de la “Casa”, la digna morada que Dios se ha preparado. Ésa es Ntra. Sra. de Loreto.
Así pues, cuando celebramos la Casa de la Virgen nos acordamos de las casas de nuestras madres, con su historia y sus anécdotas, con el paso de los tiempos y las situaciones. A pesar de todo esto en esa casa, en la casa de nuestra madre, es donde estamos más cómodos, más a gusto, donde nos ponemos las zapatillas de “andar por casa”, porque estamos en nuestro hogar, donde tenemos intimidad y confianza, donde podemos ser como realmente somos. Donde nos abrigamos y acurrucamos, donde nos alimentamos con los manjares que sólo las madres saben preparar. De esta casa es de la que hablamos cuando nos disponemos a celebrar la fiesta de la Casa de la Virgen.
Centrándonos en la Palabra de Dios, en la 2ª lectura, el apóstol Pablo nos dice: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Él con toda clase de bienes espirituales y celestiales”. Por tanto, hemos sido bendecidos por Dios. “Bendecido” es aquella persona sobre la que se dicen cosas buenas, son “bien dichas”. En esta sociedad, lo que más fácilmente nos sale es maldecir a las demás personas, pero Dios, antes de que podamos maldecir a los demás, ya nos ha bendecido. Precisamente es en el hogar antes descrito donde podemos decir con más facilidad lo que siente nuestro corazón, donde mejor podemos “bien-decir” a los demás.
Ya en el Evangelio de la Anunciación (Lc. 1, 26-38), de la Virgen también se dice bien, es la llena de gracia, la llena de Dios, que pasa por ser lo más bonito que se le puede decir a alguien, la mejor bendición. María está preparada para ser Casa de Dios, el lugar donde Él ha querido poner su presencia, y estando en Ella, su Palabra se ha hecho carne, como se nos recuerda en el Ángelus. En esta oración está sintetizado el núcleo de la fe. La Palabra bien dicha de Dios se hace carne en la Virgen. Dios ha querido tener carne humana y sangre de María, y nosotros realmente debemos creer que esa Palabra habita hoy en nosotros, allí donde nos encontremos.
Para Dios no existe el tiempo, está fuera del tiempo. Y al llegar la plenitud de los tiempos, se hace carne. Él, que siempre es presente, no es pasado ni futuro, es el que no tiene tiempo. Dios es “Yo soy”, como le dijo a Moisés. La Palabra eterna se hace tiempo, se introduce en el tiempo y nos alcanza a nosotros. Se concreta a través de María, la que acoge a Dios.
Hemos escuchado cómo la Virgen recibe la Palabra de Dios, le dice “Sí” a Dios. Desde ese momento, el cuerpo de la Virgen es sagrario de Cristo, y esto demuestra la dignidad del ser humano. Nuestros cuerpos, llenos del Espíritu Santo, también como el de la Virgen, son imagen y semejanza de Dios y, están presentes en una sociedad donde cada vez se le otorga menor importancia. Donde el cuerpo es algo que se puede destruir y deteriorar a nuestro antojo. Viendo el cuerpo de la Virgen entendemos mejor a Cristo. Nosotros defendemos los cuerpos, la vida y la dignidad del cuerpo humano, porque Dios está siempre presente, incluso facilitando que se muevan los pulmones y que nuestros cuerpos funcionen.
Sin embargo, no sólo somos “cuerpo”: también somos personas. Seres humanos que sabemos expresarnos, decirnos bien y mal, usar las palabras para comunicar, no solamente la apariencia, sino lo que hay más dentro de nosotros, nuestro Misterio, el misterio de cada persona que la hace única e irrepetible.
María se define, muestra su misterio, se dice a sí misma como la Esclava del Señor, dispuesta a colaborar con Él en todo, pero también se proyecta al futuro “Reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su Reino no tendrá fin”.
En el comienzo del Triduo, hemos de aprender a ver a María como la digna morada de Dios, que ha pronunciado su Palabra, ha acogido al Señor, y éste la ha bendecido. Esto es lo mismo que hace en nosotros, en medio de la sociedad, donde con tanta frecuencia nos vemos comprometidos en la defensa de la vida y los seres humanos. Y nosotros tenemos también que saber definirnos como cristianos, discípulos de Cristo. Y así poder transmitir a los demás la esperanza de que llegaremos con Cristo al cielo donde nos dirá: “Venid benditos de mi Padre”.
El Equipo de Formación
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