Una claridad antigua desflora los pespuntes del alba. La ciudad suena a motete en los acordes de la nostalgia. El acompasado airecillo de la amanecida acaricia -como la dermis de lo pretérito- la llegada de los primeros hermanos a la puerta lateral de
San Pedro, léase calle
Antona de Dios. Un azulejo de Virgen guapa despereza todos los somnolientos arrumacos de las oraciones aún no despiertas. La jornada es un -estrófico- conducto de ida y vuelta. Los cofrades de
Loreto ya principian a abocetar trazos de azul oscuro -trajes de rigor- en el interior de una iglesia que acaba de abrir el Hermano Mayor
Vicente Lozano. Relees en los renglones de la sinalefa interior el desgarrador instante -tan incruento- de la Madre sola al pie de la Cruz. Pura atribución ensangrentada…
En esta mañana de perfiles añejos -y cuasi de despedida extraoficial al año 2016- siguen cantando los pájaros de
Juan Ramón Jiménez cuando los portalones del templo abren su amplitud a una calle Bizcocheros sin un alma en pena que presencie este hierático cortejo -rosario matinal- presidido por el valiosísimo simpecado del
Rosario de los Montañeses. Lo porta, imperturbable,
Juan Alfredo Calderón. Pronto se hacen los rezos que no precisan espectadores de acera a acera. Van dirigidos, verticalmente, a la Reina de los Cielos. La probidad de la devoción prevalece y sintetiza e incluso sostiene todas las descreencias de una sociedad en ciernes propensa a la cosificación del hombre. Cierran el cortejo dos ex Hermanos Mayores y Medallas de Oro de la institución:
Miguel Puyol Vargas y Eduardo Velo García. El itinerario se traza hacia la iglesia de
Santo Domingo. La suprema elocución de la memoria cobra tintes de remembranza ipso facto: cuando la Hermandad de Loreto buscó posada en 1974 con motivo del cierre temporal por obras de su sede canónica de San Pedro… fue la comunidad de padres dominicos la que hospitalariamente acogiera en su seno a la entonces cofradía sin posibles y sin morada siquiera…
La Hermandad de la Aviación -la otrora de capas blancas y túnica morada, la del regreso con olor a incienso y
Manolito el del Huerto piropeando en codificable grito a su Loreto por calle Morenos a las tantas de la noche del Viernes Santo- llegaba -años setenta- a los brazos -destensados de puro abiertos- de los padres dominicos. Inocultable solidaridad ceñida a la mística de la intrahistoria jerezana. Allí, a los pies de la capilla de la Virgen del
Rocío, aguardaban
fray Domingo Campos -a la sazón vestidor de la Virgen- y el padre
Paco, Francisco Fernández Cano, quien diestramente ejercía las labores de prior, el padre
Ramón Fernández Aparicio, el padre
Agustín López García y el padre
Amador Mellado Moreno… Y, gabardina de caballero andante y pelo cano de cofrade experimentando,
Ignacio Rodríguez Leonardo, hermano fundador de Loreto y cofrade ejemplarizante del Huerto… Ya luego, andando la perífrasis de los años, igualmente sobrevendrían priores como el padre
Plaza, Agustín Turrado, el padre
Porfirio Pérez Pontejo, el padre
José Gabriel Rodríguez, el padre
Vicente Cudeiro o el padre
José Cuenca…
La mañana es una sonata de subtextos en el faldón del agradecimiento lauretano. Con motivo de la efeméride de los 800 años de la Orden de Predicadores y los 750 de este Real Convento de Santo Domingo los cofrades de San Pedro otra vez se hacen presentes. Todo acontece in icto oculi. En un pestañeo con olor a niñez. Con acento de
Miguel de Mañara. Con silueta de
Luis Mateos Ríos. Con porte de
Juan Fiz Rubio. Con caligrafía de
Francisco Larraondo Hernández. Con delicadeza de
María Luisa Aoreña de Izquierdo Sánchez-Prado. Con tenacidad de
Juan Pedro Bernal del Blanco. Con excelencia y pajarita al cuello de
Bartolomé Lora Lara… Virgen de Loreto, la espuma blanca del mar Jerez, en este día de azules claros, como la machadiana infancia, reescribe la filosófica ley del eterno retorno.