jueves, 11 de marzo de 2010

REFLEXIÓN DEL 2º DÍA DEL QUINARIO (10-3-2010)

La reflexión está basada en el texto evangélico del domingo 4º de cuaresma, relato de la parábola del hijo pródigo, de Lc 15,1-3.11-32 y dice lo siguiente:
  
    En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padres: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido este hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”.


    Cuando escuchamos esta escena del evangelio, se remueve en nosotros el deseo de volver a la casa del Padre, porque todos nos sentimos un poco lejos, porque también todos nos sentimos un poco derrochones.

    El hijo pequeño le pide al padre la herencia, pero, en realidad, ¿qué es suyo?, ¿no es el fruto del trabajo de su padre?. Aún así, el padre se lo dio, a sabiendas de que no iba a aprovecharlo.
Esto hace que nos demos cuenta de nuestra identidad de derrochones.
Es tanto lo que Dios nos ha dado, y sin embargo, muchas veces derrochamos el regalo recibido. ¿Por qué lo derrochamos?, ¿por qué hacemos ese viaje de lejanía del Padre?.

    El hijo pequeño, lo dijo, lo hizo y luego volvió.
El hijo mayor, en el fondo tenía el corazón como el del pequeño, aunque estaba en casa con el padre, se encontraba igual de lejos de él.
Las cosas buenas y malas no se hacen en un momento, el corazón las va pensando y preparando poco a poco.

    A nosotros nos avergüenza identificarnos con el hijo mayor. Es soberbio, quiere llevar siempre la razón, no disfruta de las cosas buenas que pasan a su lado; y al final tiene que salir su padre a buscarle y decirle que se alegra por la gran noticia de la vuelta de su hermano.
Cuántas veces Dios sale a nuestro encuentro, se rebaja a nosotros y nos pregunta qué nos pasa, y nos dice que a ver si volvemos a casa algún día.

    En el diálogo con el padre, el hijo mayor le dice que él nunca ha gastado nada y que ahora llega ese hijo perdido y el padre hace un gran banquete. ¡Qué manera de vivir la fraternidad!
También nosotros, en vez de pensar que cuantos más seamos los que nos encontremos con el Señor, mejor; nos convertimos en excluyentes. En lugar de buscar y acercar a los que faltan a su lado, nos acomodamos disfrutando de nuestra vida de piedad.
El hijo mayor es aquí el reflejo de lo que vivimos con los demás: si alguien se ha marchado de Dios, debemos respetar su decisión libre; pero si se ha marchado por un fallo nuestro, deberíamos estar buscándolo.

    No disfrutamos de lo que somos, y lo que somos es: hijos de Dios. Si no vivimos una relación de hijo a padre no vamos a disfrutar de Él.
El hijo mayor vivía esa relación como un estorbo, sin disfrutarla.
Cuantas veces estamos delante de Dios y no lo disfrutamos. Cuántas veces estamos escuchando su palabra y no la disfrutamos.

El hijo mayor, expresa el mismo sentimiento de lejanía y extrañeza que el pequeño, aún en su propia casa.
Ante esto, la invitación de hoy es que nuestra reflexión esté orientada hacia Dios, que nos demos cuenta que ha salido a encontrarnos como Padre y nos pregunta: ¿por qué no me disfrutas como hijo de Dios que eres?.

    Pedimos al Señor que no seamos torpes como el hijo mayor, que estemos dispuestos a escucharle y decirle que con Él lo tenemos todo.
    Que seamos los primeros en gozar con el retorno y el encuentro del hijo perdido.

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