viernes, 3 de julio de 2009
SEGUNDO DIA DEL TRIPTICO EUCARISTICO
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A continuación os traemos integra la segunda ponencia del Tríptico Eucaristico que estuvo a cargo de nuestra hermana Bella Mª Calderón Padilla:
EL CULTO EUCARISTICO: AMOR Y PAN DE LA FAMILIA
Sin la intención de hacer grandes explicaciones teológicas o de otras ciencias, meditaremos juntos esperando que sea el Señor quien nos ilumine y nos hable al corazón en esta tarde.
En esta reflexión, delante de Jesús Eucaristía, queremos descubrir la íntima relación entre Eucaristía y familia, mostrando el modo por el cual amor humano y amor divino se encuentran.
"Yo soy el Pan”
No es casualidad que Jesús se haya quedado entre nosotros en forma de pan, como alimento. Jesús en la Eucaristía, se ha entregado a sí mismo. Jesús, partiendo el pan, se entrega a sí mismo. Es un signo del sacrificio de la cruz, de la propia disponibilidad, de no guardarse nada para sí.
Es entonces que el culto eucarístico, además de su sentido profundamente religioso (ofrenda del Cordero de Dios al Padre), también contiene un sentido profundamente humano: desde el instante en que comemos juntos el mismo pan, ya podemos llamarnos todos de tú. Jesús lo expresa de este modo: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”(1) .
Lo que más se recalca en el Nuevo Testamento, al tratar de la eucaristía es que ésta es una comida; Jesús dice “tomad y comed”, no “tomad y adorad”, “tomad y guardad”. Y es una comida compartida con los hermanos, es una fracción del pan, como la llamaban los primeros cristianos.
Es por esto que Jesús elige el pan, porque el pan se deja partir. Cuanta vida de familia puede ser simbolizada en este “dejarse partir”: pensad en el tiempo y en la paciencia que requiere cuidar a un bebé, orientar a un adolescente o el cuidado de una persona anciana o enferma terminal. El dejarse partir, evocado del gesto eucarístico se convierte para nosotros en un gesto cotidiano, en una actitud del día a día, para “ser pan para los demás”.
"La Eucaristía es servicio”
Eucaristía significa servir. La mesa, de la cual nace la Eucaristía, simboliza perfectamente el servicio. Jesús, si de una parte se dejaba servir (la suegra de Pedro, Marta, María, las mujeres que le seguían…), de la otra lleva a cabo la gran revolución respecto a la época: “hacerse siervo”. El Hijo de Dios, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se bajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz“ (2).
La familia que celebra la Eucaristía debe, por tanto, aprender a servir, a lavar los pies a los hermanos, a curar a los heridos del camino, a cuidar y acompañar a los enfermos, a trabajar y luchar por la justicia. Si después de orar ante Jesús Eucaristía, si después de celebrar juntos la Eucaristía seguimos siendo cómodos e insolidarios, si solo seguimos preocupándonos de nuestros problemas e intereses, si ni siquiera vemos en el rostro de nuestro padre, de nuestro hijo, de nuestro cónyugue, alguien a quien servir y no solo ser servido, tendremos que preguntarnos si nuestra comunión, si nuestra oración no sirven más de escándalo que de provecho.
La familia que celebra la Eucaristía, debe aprender a comprometerse. Toda familia que come del pan partido debe convertirse en fermento de una nueva sociedad. No se puede celebrar la Eucaristía o orar ante Jesús Sacramentado y quedar ensimismado y pasivo. La Eucaristía nos lanza al mundo, para que demos testimonio del evangelio, como iglesia doméstica.
Eucaristía es amor
Si contemplamos a Jesús Eucaristía, aprenderemos a amar en la verdad: y la familia es el primer lugar donde las personas se quieren.
Al hablar de amor y de familia, rápido nos vienen a la mente no pocas situaciones de familias en dificultad: parejas más o menos jóvenes que dudan de su amor, que se dejan y rompen; padres e hijos que tienen relaciones conflictivas llenas de egoísmo y dolor, hijos que sienten que sus padres son un
estorbo para su felicidad debido a su avanzada edad … Sin ninguna duda, el amor es una realidad preciosa y delicada: cuando es custodiada y alimentada, solo entonces se convierte en una fuerza extraordinaria, ninguna prueba, por dura que sea, es capaz de apagarla, llegando a ser más fuerte que la muerte.
No se puede vivir sin amor. Sin amar y sin ser amados, la vida es estéril y se convierte en una rama seca. Incluso las cosas más bellas (la salud, el trabajo, un viaje…) si no están animadas por el amor, pierden su valor, pueden darnos alguna satisfacción, pero no llenan nuestra existencia.
La Eucaristía es el sacramento vivo de este amor que nos abraza, ilumina la vida y nos enseña a amar. Es una permanente escuela de amor. Es por esto que cada familia, debe acercarse continuamente a esta escuela que, mientras nos enseña el difícil arte de amar, hace que experimentemos aquello que nos enseña.
Gabriel Marcel, uno de los grandes autores del personalismo afirma que “amar a alguien es como se le dijéramos explícitamente tu no morirás. Tu no puedes morir porque te amo, algo me dice que tu serás eterno”.
Es esto lo que Jesús nos dice en la Eucaristía. Su amor también nos dice: No morirás porque “quien come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna”.
Esto es el amor. Quien en el matrimonio, en la familia, tiene miedo de perderse a sí mismo, de perder algo de su libertad, quien no está dispuesto a renunciar a sí mismo para ir al encuentro del otro, para llegar a ser “una sola carne”, como dice la Biblia en el Génesis, no experimentará jamás la verdadera belleza del amor. Creerá, entonces, que el amor es solo placer y jamás renuncia, es solo recibir y nunca entregarse, es siempre alegría y jamás sufrimiento,…
La Eucaristía, sin embargo, nos enseña lo contrario: nos recuerda que la experiencia del amor es sobre todo don de sí mismo, también y sobre todo cuando esta entrega es costosa, como Jesús en la ultima Cena, apunto de ser traicionado por Judas y a pocas horas de subir al Calvario.
Y esto lo sabéis bien quienes habéis celebrado el sacramento del matrimonio, cuando os dijisteis: “ yo me entrego a ti y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”.
Amarte y respetarte significa no solo “te quiero” sino también “quiero tu bien”, y por tanto, busco cuales son tus cualidades, tus “talentos”, cuales son las cosas que te gustan, busco sobre todo, el proyecto de Dios sobre ti; una promesa que se realiza cada día.
La Eucaristía y las Bienaventuranzas
Es muy bonito leer las bienaventuranzas a la luz de la Eucaristía y de la vida de la familia. Todo nace del deseo de sentirnos plenamente afortunados y felices cuando andamos a recibir la Eucaristía o nos paramos a orar delante del Santísimo, como hacemos en este momento, no solo como familia sino también como hermandad.
Muchas veces, los que nos llamamos cristianos, que participamos de la vida de la parroquia y de la hermandad, caemos en la tentación de considerar felices a los que tienen esto o lo otro, o a quien es muy rico (Cristiano Ronaldo o Angolina Jolie). Esta actitud no puede conciliarse con aquello que la Liturgia nos recuerda: “felices aquellos que tienen la oportunidad de acercarse a la Mesa del Señor”. Ser conscientes de esto significa sentirse plenamente hijos de Dios, gozar de esta vida eterna que se nos dona gratuitamente y que nos ayuda a vivir con alegría la vida de cada día.
Por esto, antes de concluir esta reflexión, vamos a orar delante del Señor, por nuestras familias, por las familias de nuestra parroquia y por la de nuestros hermanos en Nuestra Señora de Loreto, en especial por Carlos, Laura, la pequeña Paula, y por Javier Puyol que se casa este fin de semana, para que sepan y sepamos encontrar el verdadero significado de la felicidad:
Bienaventurada familia cristiana que sabe ser pobre de espíritu, que no hace depender la felicidad de la cuenta bancaria, del coche más lujoso o de la casa más grande.
Bienaventurada la familia que afronta con valor las aflicciones y las pruebas y que no pierde la confianza de que el Señor seguirá acordándose de nosotros.
Bienaventurada la familia llena de mansedumbre, que sabe escuchar y perdonar, que en las diferencias se acoge con paciencia y que no pierde nunca el humor.
Bienaventurada la familia que tiene hambre y sed de justicia, que abre las puertas y los corazones a los pequeños problemas del vecino y a los grandes problemas del mundo.
Bienaventurada la familia llena de misericordia, que se da cuenta de las heridas y las fatigas de los hermanos y que se detiene a curarlas, que sabe abrir la puerta y preparar la mesa a los amigos y también a los pobres.
Bienaventurada la familia de puro corazón que se entrega sin secretos en cuerpo y alma, que intenta cada día decírselo todo y que acoge la vida como signo del amor del Creador.
Bienaventurada la familia constructora de paz, que en cada conflicto busca el diálogo, que no piensa resolver los problemas a partir de la ley del más fuerte.
Y bienaventurada la familia que es semilla de nuevas familias que seguirán peregrinando en el amor.
Que así sea.
1- Jn 15, 15.
2- Fil 2, 6-8.
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